En medio del vértigo de notificaciones, entregas exprés y recompensas inmediatas, muchas veces perdemos de vista algo esencial. Esa sensación de estar haciendo mucho, pero sintiéndonos cada vez más vacíos. ¿Será que confundimos el subidón momentáneo del placer con la serenidad profunda de la felicidad? Cuando la vida moderna nos promete bienestar al alcance de un clic, tal vez ha llegado el momento de hacer una pausa y mirar hacia dentro, es decir, diferenciar placer y felicidad.

La búsqueda constante de estímulos nos ha acostumbrado a la gratificación instantánea. Lo que antes parecía un lujo —un dulce, una compra, un halago— hoy es rutina disfrazada de necesidad. Pero ese efecto efervescente de sentirnos bien por un instante no siempre se traduce en plenitud. El placer, por definición, es fugaz. Y cuando se convierte en el motor de nuestros días, puede terminar por alejarnos de lo que realmente necesitamos: bienestar sostenido, conexión, propósito. Para diferenciar placer y felicidad, es importante entender esta distinción.
Entre la dopamina y la serenidad
Científicamente, placer y felicidad no solo se sienten distinto, también operan distinto en nuestro cerebro. Mientras el primero se activa a través de la dopamina —la hormona del deseo, del “quiero más”—, la felicidad tiene raíces más profundas en la serotonina, que nos ayuda a sentir calma, gratitud y equilibrio. Uno nos excita, el otro nos llena. El problema es que, en la era de la inmediatez, hemos aprendido a buscar ese “más” constante como si fuera sinónimo de alegría, cuando en realidad muchas veces nos conduce al agotamiento. Aquí es crucial diferenciar placer y felicidad para evitar esta trampa.

Lo que nos decían nuestras abuelas —que lo bueno toma tiempo— también aplica aquí. Cultivar la felicidad requiere otra velocidad. Implica sentarnos con lo que sentimos, hacer espacio para lo incómodo y también para lo bello, sin prisas. Es elegir, todos los días, actos que construyen algo más profundo: una caminata que nos conecta con el cuerpo, una charla sin pantallas de por medio, una comida preparada con amor. Son detalles que no gritan, pero que nos abrazan. Differenciar placer y felicidad en estos actos es fundamental.
Volver a lo esencial sin renunciar a lo que somos
Reconocer que la felicidad no se vende ni se descarga, que no llega con un “like” ni con una compra, es un acto de libertad. Nos devuelve la posibilidad de elegir desde el deseo, y no desde la necesidad artificial creada por la sobrestimulación. Y también nos da permiso para no rendirle culto al multitasking, al “estar en todo” y al “hacer más”. A veces, la decisión más sabia es simplemente estar.

Aquí no se trata de demonizar el placer. Disfrutar de lo que nos gusta, celebrar lo espontáneo, reír fuerte y gozar es parte de una vida sana. El punto está en no buscar en el placer el sentido que solo puede darnos la felicidad. Son dos lenguajes distintos. El primero es una chispa; el segundo, un fuego que se alimenta lentamente. Por eso es esencial diferenciar placer y felicidad, para no confundir breves destellos con un verdadero bienestar.
La pausa como espacio para la verdad
En un mundo que nos empuja a acelerar, decidir ir más despacio se vuelve casi revolucionario. Decidir escuchar en lugar de solo reaccionar, elegir un rato de silencio en lugar de otro video más, mirar a los ojos en lugar de solo escanear pantallas. Son pequeñas decisiones que pueden cambiar el tono de nuestra vida.

Tal vez la próxima vez que sintamos ese impulso de “necesitar” algo para sentirnos mejor, podamos preguntarnos si lo que buscamos es un subidón o un suspiro. Y tal vez podamos elegir la calma. Porque como dice Matthieu Ricard, “la felicidad es un estado mental que se cultiva; el placer es un destello fugaz”. Y cultivar algo tan valioso como el bienestar merece más que un instante: merece tiempo, intención y mucho amor propio. Es en ese cultivo que diferenciar placer y felicidad se vuelve clave para una vida plena.